jueves, diciembre 01, 2011

(CARTA ABIERTA) Los desheredados de la tierra, por Ricardo Forster.

















Un antiguo mito sigue vigente entre nosotros: frente a la ciudad enviciada y prostibularia se levanta la virtud del campo y de su gente. Desde la lejanía milenaria de Hesíodo, el primer poeta que le cantó a la vida campesina contraponiéndola con la incipiente sociedad urbana, la literatura y el habla cotidiana han transitado con fruición ese mito del origen que nos ofrece la imagen del bucolismo agrario, ese ámbito próximo a la naturaleza en el que las personas todavía cultivan no sólo la tierra sino también los valores.

Más cerca de nuestra actualidad, casi a la vuelta de la esquina, vimos con qué potencia renacía y se multiplicaba el imaginario de la pastoral campestre. Desde las usinas mediáticas se apeló, con expansiva fruición, a recordarnos que desde lo profundo de la pampa, allí donde crecen nuestras riquezas mitológicas, se rebelaban contra la impunidad y el saqueo de los gobernantes de la ciudad política, los hombres y las mujeres de tierra adentro, los portadores de la “reserva moral” de un país a la deriva capturado por las falsedades de un gobierno prisionero de la “maldad” urbana. Como los antiguos campesinos de la Hélade cantados por Hesíodo, nuestros dueños de la tierra se transformaron, por arte y gracia de los grandes medios de comunicación, en la garantía última de nuestra nacionalidad, en los portadores de una virtud que vendría finalmente a salvarnos de la amenaza populista que, como todos sabemos, se fue formando en los arrabales oscuros de ciudades envilecidas.

“El campo” se convirtió en el santo y seña de la resistencia del “pueblo decente y trabajador”, de los famosos “productores”, ante el intento del Gobierno nacional (que tiene su sede en la más babilónica de las ciudades: Buenos Aires y una inclinación malsana hacia el demonio populista) de apropiarse del esfuerzo y el sudor de quienes, al igual que sus abuelos, sólo tienen para mostrar las manos encallecidas y la simplicidad de un lenguaje que nos recuerda que todavía existe, no muy lejos de nuestras ciudades mefistofélicas y contaminadas por la peste de la política, un mundo de gente simple y sencilla que no sabe de maldades ni de explotaciones ni de aquello de quedarse con la riqueza ajena ni ha olvidado lo que significa vivir en comunidad.

Para los habitantes culposos de urbes contaminadas quedaba como única alternativa reivindicar ese imaginario cultural que muchos de ellos habían adquirido de tanto mirar, por televisión, a la Familia Ingalls, arquetipo de una vida siempre añorada en medio del ruido, los autos, los millones de transeúntes y el asfixiante cemento. De la noche a la mañana, “el campo” volvió a asemejarse a nuestros libros de lectura escolares allí donde con preciosos dibujos extraídos de nuestras puras fantasías, la vaquita, el trigo y el maíz se transformaban en el núcleo de nuestras riquezas míticas, el punto de partida de todo lo que somos y comemos. Entre el idilio y la nostalgia por lo nunca vivido pero siempre añorado se abrió paso el relato que vino a ocultar la otra realidad del campo.
Ante el asesinato a mansalva de Cristian Ferreyra, un joven campesino santiagueño y miembro del Mocase, por parte de un sicario de los patrones sojeros que buscan expandir la frontera agrícola sin importarles nada de nada salvo sus propios intereses, se derrumba, como no podía ser de otro modo, el relato bucólico y falso de un mundo agrario erigido en espejo de comunidades amables e integradas en las que, sin embargo, la brutalidad, la expropiación de tierras, el saqueo y el engaño, la explotación y la violencia nos devuelven la realidad cotidiana de miles y miles de campesinos que sufren a esos mismos que durante el conflicto por la 125 fueron exaltados como “el campo”. Cristian Ferreyra fue asesinado por la codicia de quienes no dudan en expropiar y en expulsar mientras desmontan miles de hectáreas modificando irreversiblemente un paisaje en el que nada permanece como era y en el que la vida rural muestra ese rostro de la impunidad y la violencia que suele ser invisibilizado por los constructores del mito agrario en el que da lo mismo ser dueño de gigantescas extensiones de tierra que sudar de sol a sol para llevarle un poco de alimento y dignidad a los hijos (todavía recuerdo un artículo del inefable Joaquín Morales Sola en el que se refería a los miembros de la Sociedad Rural como “campesinos” sepultando, de este modo tan cínico, siglos de explotación y humillación de quienes por lo general fueron expropiados de sus tierras por aquellos a los que el escriba del diario conservador cobijaba en la vastedad de un sustantivo que nada tiene que ver con la fastuosidad de riquezas construidas con el sudor de los otros).

Pero Cristian Ferreyra, su asesinato, nos recuerda lo no resuelto, lo que una y otra vez ha sido postergado en el país de las pampas fértiles, en el “granero del mundo”, y que no es otra cosa que la cuestión, antigua y actual, de la propiedad y de la distribución de la tierra. Lo que ese escopetazo criminal intentó callar es un grito milenario de dignidad y rebeldía, un grito que nace de gargantas que no aceptan la humillación ni la expulsión de sus legítimas tierras en nombre de un progreso construido sobre la explotación y el dolor. En un tiempo argentino en el que se recuperan viejos derechos sociales y laborales y se inventan nuevos que responden a demandas actuales, en el que se afirma una y otra vez que estamos abandonando el neoliberalismo avanzando hacia una distribución más equitativa de la renta, resulta intolerable que los desheredados de la historia, los que han padecido el saqueo de sus pertenencias y, en muchos casos, de sus memorias ancestrales, los que fueron obligados en sucesivas oleadas de “avance civilizatorio” a abandonar sus lugares de origen para ir a sumarse a los suburbios miserables de las grandes ciudades, los que, sin embargo, han permanecido tozudamente trabajando la tierra que han cultivado por generaciones, reciban la descarga de una violencia permanente que busca, ahora sí y definitivamente, expulsarlos para que “el oro verde” siga llenando las arcas de los explotadores de siempre, los viejos y los modernos, los que portan apellidos “ilustres” y los recién llegados al “negocio” de la soja que, sin los recursos económicos de los dueños de miles de hectáreas en la famosa “zona núcleo” de la pampa húmeda, buscan su propia quimera del oro echando de tierras pobres y yermas a quienes, con esfuerzo y tesón, siguen extrayendo lo mejor de esa geografía calcinada por la avidez de los eternos ricos de ayer y de hoy.

El nombre de Cristian Ferreyra debe convertirse en el santo y seña de un nuevo tiempo argentino, un tiempo que viene desplegándose desde mayo del 2003 y que exige, hoy, acá y entre nosotros que la justicia y la dignidad alcancen a los condenados de la tierra. Es tarea del Gobierno impedir que la sed de riquezas siga

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