El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner llegará al fin de año con la certeza de que los ataques a supermercados en algunos puntos del país, que resultaron un remedo de los saqueos que tumbaron a Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa, sirvieron para demostrar que, en realidad, la situación social es hoy muy distinta, y por eso no prosperaron.
Si bien el 2012 no fue el mejor año para la economía argentina, en virtud de la crisis financiera internacional, el Gobierno logró contener con éxito la pobreza con planes sociales, aumentos de salarios pactados en paritarias e incrementos de jubilaciones semestrales.
Frente a la hecatombe del capitalismo mundial, Cristina Fernández aplicó políticas contracíclicas totalmente opuestas a los ajustes que se ejecutan impiadosamente en Europa, con especial preocupación por sostener el nivel de empleo.
Si la Argentina hubiera seguido el camino del ajuste ortodoxo, que suspende planes sociales, reduce el gasto público y ajusta el salario, la situación social sería seguramente más precaria y el caldo de cultivo hubiera sido mucho más propicio para quienes instigaron los ataques a supermercados.
Los robos en banda producidos la semana pasada no fueron motivados por el hambre, como los que provocaron las caídas de los presidentes radicales, sino por la situación de exclusión social que se vive en algunos bolsones puntuales suburbanos, en los que se combinan carencias materiales y de educación, con delincuencia.
Esos sectores excluidos de la sociedad constituyen una masa de maniobras apta para cualquier tropelía que se pretenda organizar, con el propósito de demostrar que el Gobierno no atiende la situación de los más pobres. Pero está claro que, en términos económicos y sociales, la Argentina logró avances notables desde 2003 y hasta hoy.
Alfonsín sólo intentó al principio de su gobierno, con el ministro Bernardo Grinspun, torcer el rumbo neoliberal que la última dictadura militar le había impreso a la economía nacional, pero luego viró hacia políticas ortodoxas tendientes a contener la inflación.
De la Rúa no sólo no desarticuló el modelo neoliberal que consolidó Carlos Menem, sino que profundizó los males de esa política hasta llegar a la implosión que se tornó sangrienta en diciembre de 2001.
Creciera o no el PBI, aquella Argentina era una poderosa máquina de fabricar pobres.
Desde 2003, el kirchnerismo apuntó a erradicar los pilares del modelo neoliberal para implantar en cambio un modelo de crecimiento con inclusión social, lo cual determinó que la clase media se duplicara, según datos del Banco Mundial.
De aquella Argentina en la que una cuarta parte de la mano de obra activa se encontraba desempleada, a esta realidad en la cual el desempleo apenas supera el 7 por ciento, hay una distancia sideral.
La creación de cinco millones de puestos de trabajo, la incorporación de 2,5 millones de jubilados al sistema previsional, los tres millones de asignaciones universales para los chicos y los restantes planes sociales constituyen un colchón capaz de amortiguar cualquier intento de fabricar una crisis social.
En aquella Argentina del desencanto del 2001, los jóvenes emigraban en busca de mejores horizontes hacia países más desarrollados, pero muchos regresaron empujados por las mismas políticas de ajustes que llevaron al país a la miseria. La tasa de desocupación de España, por ejemplo, es superior hoy incluso a la que asolaba al país cuando estalló el modelo neoliberal.
Aunque instigados, los saqueos no son en verdad un dato alentador de la realidad, porque exhiben bolsones de exclusión social resistentes, pese a los esfuerzos del Gobierno en sus políticas inclusivas. Pero el hecho de que no hayan progresado del modo que ocurrió en 1989 y en el 2001, indican que hay amplios sectores que encontraron trabajo o contención social.
La diferencia central entre una situación y otra es sencilla: hoy existen carencias pero no hay hambre en la Argentina. De lo contrario, el gobierno de Cristina Fernández se hubiera visto sacudido por los mismos que castigaron en el pasado a los presidentes radicales.
Frente a la hecatombe del capitalismo mundial, Cristina Fernández aplicó políticas contracíclicas totalmente opuestas a los ajustes que se ejecutan impiadosamente en Europa, con especial preocupación por sostener el nivel de empleo.
Si la Argentina hubiera seguido el camino del ajuste ortodoxo, que suspende planes sociales, reduce el gasto público y ajusta el salario, la situación social sería seguramente más precaria y el caldo de cultivo hubiera sido mucho más propicio para quienes instigaron los ataques a supermercados.
Los robos en banda producidos la semana pasada no fueron motivados por el hambre, como los que provocaron las caídas de los presidentes radicales, sino por la situación de exclusión social que se vive en algunos bolsones puntuales suburbanos, en los que se combinan carencias materiales y de educación, con delincuencia.
Esos sectores excluidos de la sociedad constituyen una masa de maniobras apta para cualquier tropelía que se pretenda organizar, con el propósito de demostrar que el Gobierno no atiende la situación de los más pobres. Pero está claro que, en términos económicos y sociales, la Argentina logró avances notables desde 2003 y hasta hoy.
Alfonsín sólo intentó al principio de su gobierno, con el ministro Bernardo Grinspun, torcer el rumbo neoliberal que la última dictadura militar le había impreso a la economía nacional, pero luego viró hacia políticas ortodoxas tendientes a contener la inflación.
De la Rúa no sólo no desarticuló el modelo neoliberal que consolidó Carlos Menem, sino que profundizó los males de esa política hasta llegar a la implosión que se tornó sangrienta en diciembre de 2001.
Creciera o no el PBI, aquella Argentina era una poderosa máquina de fabricar pobres.
Desde 2003, el kirchnerismo apuntó a erradicar los pilares del modelo neoliberal para implantar en cambio un modelo de crecimiento con inclusión social, lo cual determinó que la clase media se duplicara, según datos del Banco Mundial.
De aquella Argentina en la que una cuarta parte de la mano de obra activa se encontraba desempleada, a esta realidad en la cual el desempleo apenas supera el 7 por ciento, hay una distancia sideral.
La creación de cinco millones de puestos de trabajo, la incorporación de 2,5 millones de jubilados al sistema previsional, los tres millones de asignaciones universales para los chicos y los restantes planes sociales constituyen un colchón capaz de amortiguar cualquier intento de fabricar una crisis social.
En aquella Argentina del desencanto del 2001, los jóvenes emigraban en busca de mejores horizontes hacia países más desarrollados, pero muchos regresaron empujados por las mismas políticas de ajustes que llevaron al país a la miseria. La tasa de desocupación de España, por ejemplo, es superior hoy incluso a la que asolaba al país cuando estalló el modelo neoliberal.
Aunque instigados, los saqueos no son en verdad un dato alentador de la realidad, porque exhiben bolsones de exclusión social resistentes, pese a los esfuerzos del Gobierno en sus políticas inclusivas. Pero el hecho de que no hayan progresado del modo que ocurrió en 1989 y en el 2001, indican que hay amplios sectores que encontraron trabajo o contención social.
La diferencia central entre una situación y otra es sencilla: hoy existen carencias pero no hay hambre en la Argentina. De lo contrario, el gobierno de Cristina Fernández se hubiera visto sacudido por los mismos que castigaron en el pasado a los presidentes radicales.
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