Buenos Aires, 3 de junio (Télam, por Adolfo Rocasalbas).- Transcurrieron 68 años y aún parece que fue ayer. Apenas llovieron casi siete décadas y, el sentimiento, la pasión y la historia flamean imperturbables e incólumes porque absolutamente nadie y ninguno logró todavía teñir el océano con un frasco de tinta.
En los primeros años de la década del `40 el mundo se debatía en una guerra inter-imperialista total. No se luchaba por "una mentirosa libertad" sino por el mantenimiento, aniquilación o protagonismo de las otrora o nuevas potencias en ciernes.
La Argentina preperonista tenía demasiado de aldea o chacra colonial y casi nada de Nación. Ello era tangible en su perfil productivo y en la estructura racional de su clase dirigente.
Se esforzó y empeñó en la tarea de copiar un modelo y trasladó contranatura la experiencia europea a las costas rioplatenses, de manera obvia desestimando o subestimando una particular cosmovisión y las tradiciones y costumbres de su propio pueblo.
El todavía "granero del mundo" comenzó a achicarse -lógica consecuencia del axioma liberal "dejar hacer, dejar pasar"- y, de manera fundamental, ello arreció sobre la aldea -en la que no se fabricaban siquiera alfileres- luego de desatada la crisis financiera mundial con la quiebra de los muros de Wall Street.
Todo se remite a la historia, a una lectura y fundamentación y, para ello, como muestra basta un botón. Hacia ese proyecto de "país" de forma decidida se inclinaron y adentraron los vencedores, idólatras y traidores que encarnaron la línea Mayo-Caseros, recitada al plato y falseando la verdad histórica.
La derrota militar de don Juan Manuel de Rosas, al galope de las divisiones brasileñas aliadas al "patriota" Bartolomé Mitre -único general que hasta perdió un desfile-, socavó los cimientos de una naciente y orgullosa Nación defensora de sus decisiones.
Idéntico resultado sufrió el Paraguay que, al decir del gran sabio de Lincoln don Arturo Jauretche, fue "la primera tentativa de conformación de un Estado nacional sudamericano". Entonces se inventó la "Guerra de la Triple Infamia" para impedirlo.
Las sucesivas generaciones se tiñeron de manera cultural y escolástica -siempre por decisión ajena- con esa dependiente argumentación y graciosamente aceptaron el sometimiento imperial. La Gran Bretaña se convirtió en tutora inapelable del destino nacional, en acuerdo tácito o público con la dirigencia "criolla".
El triunfo electoral de don Hipólito Yrigoyen, en 1916 -sancionada ya la Ley Sáenz Peña- abrió de manera repentina y entusiasta un cauce de esperanza popular masivo.
Con virtudes y defectos, más con reformas que aplicando medidas revolucionarias, fue el primer gobierno del siglo veinte elegido y apoyado soberanamente por el pueblo trabajador y chacarero.
Catorce años después -el 6 de septiembre de 1930- la Argentina incursionó en la era del quiebre institucional. Un golpe de fuerza, representativo de la más rancia oligarquía liberal y antinacional, utilizó a las desideoligizadas Fuerzas Armadas para desalojar a la "chusma" y controlar los resortes "propios".
Comenzó el oscuro período al que buceadores y estudiosos rotularon como "Década Infame", luego rediviva en los `90.
El país se convirtió en su fachada económica y de manera descarada e impune en "la joya más preciada del imperio británico" -según su pusilánime exponente Julito Roca-; el trabajador acentuó en lo social su condición de paria sin derechos y exiliado en tierra propia y, en lo político, la Nación no hizo sino profundizar su dependencia, inserta en la brumosa Londres.
Como siempre, "el sistema" proveyó a los agentes nativos: Justo, Uriburu, Ortiz, Castillo y, también, al frustrado candidato a la sucesión para que nada cambiaase, un tal Robustiano Patrón Costas, propietario de dulces e ingentes establecimientos azucareros.
Sus corazones latían al ritmo de Londres y se sentían de manera descarada británicos. El oscurantismo parecía cernirse otra vez sobre la indefensa República. La clase obrera no era todavía escuchada y, sus dirigentes, recalaban hacía rato en Devoto.
Todo ello preparó las condiciones para la organización y surgimiento de un ala nacional en el Ejército, dispuesta a talar las condiciones del empobrecimiento progresivo, la entrega, la sinvergüenza, el descaro y la explotación a mansalva.
Europa -como ya se señaló- se consumía a fuego lento o a quemarropa -según el escenario del combate- en una guerra fratricida e inter-imperialista total que aniquilaba a sus mejores hombres y energías. Las tinieblas se abatían sobre la humanidad...
En ese marco, en deblidad absoluta y ausente de expectativas internacionales inmediatas, un 4 de junio de 1943 los hombres del ala nacional del Ejército salieron a las calles para decidir el punto final de la corrupción, la entrega y el descuartizamiento.
En sólo quince minutos, la noche anterior, un jóven coronel aún desconocido redactó una proclama revolucionaria que, horas después, puso en vilo a la sociedad entera.
El rancio conservador Castillo voló sin necesidad siquiera de avioneta. Arturo Rawson -muy convencido el hombre de que era el jefe de la movida- permaneció en la Rosada tan sólo 24 horas y, luego, el coronel posicionó a "Palito" Pablo Ramírez hasta que decidió iniciar un extraño corcoveo que concluyó con su jubilación y la asunción del apodado "Mono" Edelmiro Farrell.
Aquella proclama de las vísperas revolucionarias fue el primer escrito público redactado por el desconocido Juan Domingo Perón.
¡Todo un documento!, que remite de manera forzosa a la opinión del canciller chileno ante la presencia -unos años antes- del militar argentino en aquellas tierras como agregado castrense.
El entonces jefe de la diplomacia chilena definió -corría el año 1937- al jóven miltar argentino con este concepto: "En él no hemos visto sólo a un ser muy bien organizado, pensante y lúcido. En ese hombre hemos visto todos a la cabeza visible de un pueblo".
Esa lucidez le permitió al luego General de la Nación y tres veces presidente legal y constitucional pensar, organizar y desarrollar durante casi dos años la génesis del movimiento militar que bautizó GOU y que, según los revisionistas, significó Grupo Obra Unificación o Grupo de Oficiales Unidos. ¡Lo mismo da!
En un día jubiló a Rawson -convencido de que el proceso conservador continuaría y se prolongaría en manos militares-; en algunos meses degolló al infiel Ramírez y, desde la asunción de su amigo personal Farrell, comenzó a aparecer esporádicamente.
Entre el 4 de junio y el 27 de noviembre de aquel 1943 fue una supuesta sombra y un desconocido. En realidad, era el organizador de la revolución y el poder detrás del trono. A tal punto que, ese día de noviembre, el "Mono" lo designó a su pedido Secretario del viejo y olvidado Departamento Nacional del Trabajo que, en apenas pocas semanas, el coronel convirtió en Secretaría de Trabajo y Previsión para iniciar su meteórica asunción al poder.
Ya había dibujado su estrategia. No fue casualidad su paso por la Escuela Superior de Guerra, sus casi diez libros sobre táctica y estrategia militar; sus investigaciones históricas; su conocimiento fecundo y amplio de Alejandro Magno, los griegos, los romanos, los tebanos y de las batallas del general Epaminondas.
Ese jóven y apuesto coronel, oriundo de la ciudad bonaerense de Lobos, alto y fornido, elegante y carismático, había organizado hasta el más mínimo detalle de la sublevación.
No obstante la anarquía que reinó y se pavoneó en la cúpula castrense durante algunos meses, su cerebro permaneció siempre claro. De su prédica, de su diálogo y de su iniciativa comenzaron a alumbrar las primeras leyes sociales, que fueron envidia de las sociedades más desarrolladas y, años después, causa de su caída.
"Mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar", fue su consigna primera, que lo acompañó impertérrito hasta la tumba.
El pueblo trabajador había ya escuchado demasiados cantos de sirena para creer de manera ciega desde el principio. Era preciso entrever que los supuestos objetivos superadores y de cambio no se desdibujarían con el tiempo. También de esa forma lo entendió Perón. Pragmático y concreto, hacía y, recién luego, explicaba.
Esa novedosa tarea captó de forma masiva las simpatías y el entusiasmo popular. Las relaciones entre el naciente líder de los trabajadores y el dividido y anárquico movimiento obrero comenzaron a ser frecuentes y fluidas. Las realizaciones, más evidentes. Se hacía y realizaba, en lugar de decir y prometer.
Esa innovadora impronta comenzó a despertar de forma gradual el recelo de la vieja partidocracia, ajena a la evolución de la hora y de la época. Amanecieron quejosos los ataques, las intrigas, las acusaciones y las infamias que, todavía hoy, permanecen.
Una intrincada gama de intereses nativos y foráneos procuraron envolver al gobierno de la época. Farrell no importaba. Todo apuntaba contra la obra gigantesca y reivindicativa de Perón.
Era lógico. La promulgación del Estatuto del Peón, en 1944, por ejemplo, -hay quienes hoy se refieren a cualquier cosa sobre el tema porque resulta fácil o "conveniente", aunque difícilmente posean pruebas sobre nada-, no fue fácilmente digerible para los "gentlemen" liberales o los estancieros "come-bosta". Tampoco las medidas de Perón que garantizaron las obligaciones laborales.
Aguinaldo, vacaciones pagas, indemnización, protección a la maternidad y contra los despidos, estabilidad laboral y otras muchas cosas desconocidas hasta entonces representaban "un alto costo" para el zonzaje nativo admirador del imperio.
No sólo con el poder económico de entonces estaba enfrentado el coronel. Una conspiración interna encabezada por el general Avalos intentó desmoronar -luego de casi dos años y medio- una inédita labor social. A los 50 años, Perón debió sufrir en carne propia la traición y la cárcel en la húmeda prisión de Martín García.
Allí comenzó a partirse definitivamente en dos la historia argentina, totalmente ausentes los carceleros circunstanciales de ese dato monumental. Cuando el exiguo sistema creyó que, de manera definitiva, se había puesto remedio a tanto "descontrol populista", desde los suburbios del conurbano todavía semi-industrial y los populosos barrios metropolitanos comenzó a agigantarse el convencimiento de que "algo pasaba".
Perón había desaparecido el 10 de octubre de 1945 de la escena política de forma imprevista, subrepticia, no a causa de una dolencia, y renunciado a todos sus cargos -Ministro de Guerra, Secretario de Trabajo y
Previsión, Vicepresidente de la Nación desde el 7 de julio de 1944 y titular del Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI), que por primera vez determinó los precios de los productos exportables de la Argentina-.
No se opinaba ni contestaban los interrogantes y angustias de la masa laboriosa. Desde el propio gobierno de Farrell se tendió un manto de silencio. Parecía que el coronel era un desconocido, un "olvidado" a quien nadie había visto jamás.
La incertidumbre y el temor popular se profundizaron y de forma volcánica se visualizó entonces la humilde y espontánea reacción del llano. El pueblo comenzó a movilizarse, en cada fábrica y en cada taller, mientras la Confederación General del Trabajo (CGT) estudiaba la posibilidad de convocar a una huelga general.
Esa semana, que transcurrió entre el 9 y el 17 de octubre de 1945, quebró de manera defintiiva los espejismos argentinos. El subsuelo de la Patria había comenzado a sublevarse para siempre. La marea peronista no pudo ser detenida jamás. (Télam).-
ar-mac-ARCHIVADO REF.:
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